Nico entró a casa llorando. No con pena. Con rabia. Estaba descalzo y desabrigado. Sin cinturón, sin zapatillas, sin suéter, sin campera y sin mochila. La remera gastada, por fuera de los jeans también gastados; los dientes apretados, el pelo revuelto, los brazos flaquitos y musculosos de chico de 12 años que está haciéndose hombre pegando piñas contra la pared, con impotencia.
Me afanaron. Me pegaron. Eran dos. Tenían una navaja. Uno me robó; él otro vigilaba. Qué sé yo cuántos años... Sería como yo.
Me sacó todo y me dijo: «Dale, dame también el pancho». El pancho, sí, el pancho que yo me había empezado a comer...
Ya era casi de noche, un día de semana de invierno. Nico se bañó y comió en silencio, pero con los ojos todavía rojos y llenos de lágrimas. De vez en cuando se le escapaba algún puchero. Ninguna de las piñas y forcejeos que había recibido lo habían lastimado, al menos no físicamente.
Pero el pancho, son unos ratas..
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