La corrupción de los que se aferran al poder
En la Argentina no tenemos políticas que se mantengan en distintos gobiernos, pero sí políticos.
La reticencia de la clase política a abandonar sus cargos se observa a nivel nacional, provincial y hasta municipal. Las reglas electorales, propias de cada provincia, facilitan esta situación. Catamarca, Formosa y Santa Cruz permiten la reelección indefinida de gobernador y vicegobernador, mientras que Salta y San Juan habilitan hasta tres períodos consecutivos en el Ejecutivo.
El caso sanjuanino es paradigmático porque muestra que el fenómeno no se encuentra en retirada: el tercer mandato fue aprobado plebiscitariamente hace casi tres años y aún es reciente el caso misionero de 2006, con la ardua campaña del Obispo Piña para derrotar la propuesta de reelección indefinida de Carlos Rovira.
Encontramos nombres que aparecen repetitivamente en las gobernaciones. Algunos cumplen su “período de receso” y vuelven: en estos casos se alcanza la nada despreciable marca de doce de cada dieciséis años en la gobernación. La vocación de conservar el poder también se vio en el episodio que involucró a Gerardo Zamora, gobernador de Santiago del Estero: frente a la imposibilidad de presentarse a un tercer mandato, impuso la candidatura de su mujer. Es difícil oponerse a una práctica de “democracia matrimonialista” establecida por Néstor y Cristina Kirchner en 2007 y que se repite en diversas escalas a lo largo del territorio nacional.
Solo Mendoza excluye la posibilidad de que parientes de funcionarios salientes sean candidatos, y sólo Mendoza y Santa Fe no contemplan la posibilidad de reelección consecutiva.
El fenómeno es aún más grave a nivel municipal. En el conurbano, los intendentes se encuentran, en promedio, en su tercer mandato consecutivo: un intendente promedio del conurbano ejerce su función ejecutiva desde hace diez años.
Considerando la variación del discurso político gobernante, muchos de estos intendentes han militado bajo una multiplicidad de banderas en contradicción: la única constante es conservar el poder.
Hoy el país carece de lineamientos políticos generales que puedan consolidar a las instituciones y las ideas por delante de los intereses personales.
A casi todos los niveles preponderan las personalidades que se dedican a preservar un poder que creen haber adquirido y tal vez merecer.
Es un vicio que caló hondo en nuestra democracia y que se institucionalizó a través de diversas reformas constitucionales. “El poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente,” dijo Lord Acton.
Es difícil pensar que el político o el partido que se recicla por enésima vez puedan romper con esa corrupción.
Para avanzar hacia un país mejor hay que apostar por gente y partidos que no sean parte de los fracasos institucionales de siempre.
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