Fue ahí cuando aprendí que lo único que podía hacer era: ponerme el mandil y ¡A cocinar se ha dicho! Sudaba mientras el horno calentaba el aire de la cocina. Amasa, amasa, -¡Pégale a la masa para que se infle!- parecía que entraba en una riña con la masa, y sentía cómo esas pequeñas gotas de sudor caían sobre mi frente; todo un esfuerzo físico, todo en nombre de la pizza. Y no me importaba, porque en media hora tendría ese delicioso rectángulo dentro de mi boca. Al finalizar el proceso, me sentía orgullosa de mi creación, y feliz de compartir la magia de la pizza con mi familia. Mi hermana me aplaudía por la finesa del pan –una masa delgada y crujiente-, mi mamá me decía lo mucho que le recordaban a las de su infancia, y mi papá no decía nada, simplemente comía pedazo tras pedazo hasta que todas le decíamos que parara, con el típico argumento de que tanto pan taparía sus arterias.
Amo tanto la pizza que planeé estratégicamente mi siguiente empleo informal. Entré como mesera en una de mis pizzerías favoritas –las mejores pizzas que he probado, y he probado desde versiones personales de pizza: el típico pan árabe con ragú, hasta las deep dish en Chicago-. Claro, todos tenemos distintos gustos respecto a la pizza, pero este lugar las hace a la perfección, y qué mejor que trabajar, que te paguen y además que te alimenten con tu comida favorita. Nada le gana a eso -pensaba yo-; comía y cenaba pizza. Entre intervalos de la “mesereada” entraba a la cocina, agarraba un pedazo de pizza, me iba a la barra y la pasaba con una cerveza. Sin duda, el mejor empleo.
Las pizzerías son de los mejores negocios que uno puede abrir, pues en realidad cuesta muy poco hacer una pizza. Los ingredientes, en general, son baratos, y se venden como si fueran un platillo especial, triplicando las ganancias. Pero por la misma razón, si una pizza no logra cautivar con sus ingredientes o estilos de preparación, el fracaso viene como cientos de pizzerías más en el mercado.
La pizza se inventó por bocas hambrientas de obreros en la ciudad de Nápoles, al sur de Italia, cuando la provincia –entre 1700 y principios de 1800- se edificaba como un centro importante para el comercio –con la construcción de sus puertos-. Eran estos obreros quienes buscaban alimentarse con algo fácil, sencillo y barato, por lo que la pizza –un pan delgado- era la base perfecta para ponerle cualquier cosa encima (usualmente ingredientes a punto de desperdiciarse), y se vendía de manera informal en la calle.
A nadie más le gustaba la pizza –a nadie le atraía la idea- y la creación se mantuvo en Nápoles. Fue hasta 1889, después de que Italia se unificará (1861), que el Rey Umberto I y la Reina Margherita –los primeros reyes de Italia- visitan Nápoles; cansados de comer platillos franceses, prueban la pizza. A la reina le encantó tanto la pizza mozzarella (queso suave de mozzarella y un toque de albacar fresco) que la nombraron Margherita en su honor.
Actualmente, el 95 por ciento de la población mundial consume pizza, por lo que la industria de la pizza está valorada en 35 billones de dólares. Este platillo tiene tanta fuerza dentro de la economía y en la cultura popular, que Estados Unidos nombró a octubre el mes de la pizza, 31 días dedicados a celebrar el manjar de masa crujiente.
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