“Somos un pueblo en el que los vecinos están muriendo como moscas”, dice Andrea Kloster. La presentación de la ciudad en boca de esta mujer contrasta con los prolijos carteles que inundan las calles de orgullo, de identidad, de arraigo a un modelo productivo que da cobijo y seguridad. En cada entrada a la planta urbana se puede leer: San Salvador, capital nacional del arroz. En este centro urbano de 17 mil habitantes ha muerto entre el 30 y el 50 por ciento de la población a raíz de distintos tipos de cáncer, en los últimos cuatro años, según datos a los que accedió la Red de Médicos de Pueblos Fumigados. La media nacional de muertes causadas por esa enfermedad es de 20 por ciento. “¿Qué pasa en San Salvador?”, preguntan en la plaza, en las calles y escuelas desde hace meses cientos de ciudadanos. Por ahora, sin estudios oficiales, es la propia gente de a pie la que investiga posibles causales: fumigaciones con agroquímicos que invaden los barrios, agua contaminada, una nube de cascarilla de arroz rociado con pesticidas que es parte del aire diario que se respira, un enterramiento de pesticidas bajo una escuela. O todo eso combinado.
El monstruo desde adentro
Ubicada en el centro este de la provincia de Entre Ríos, la ciudad de San Salvador se muestra como espolvoreada. Un manto de finas partículas de arroz se posa sobre el asfalto, los autos, las casas, y cada objeto que encuentra a su paso. El espeso aire que brota de los acopios y secaderos de arroz cubre la ciudad, filtra la luz y genera un efecto visual que es patrimonio exclusivo del pueblo. Respirar se torna denso. Pero ahí están, firmes, como emblema de la productividad, los molinos que no cesan de exhalar residuos.
De la década del 70 a la actualidad, Argentina duplicó su siembra de arroz, y en la misma medida lo hizo Entre Ríos, que acapara cerca de la mitad de la producción, con 94.750 hectáreas ocupadas con ese cultivo en 2010, según datos de Nación. Ese año, la capital arrocera hizo honor a su título con 11.800 hectáreas sembradas.
El polvillo que emana de las arroceras viene cargado de diversos pesticidas. Roberto Dekimpe, 57 años, trabaja en el molino Ala, del grupo de agronegocios Adecoagro. Este hombre, de hablar cansino, conoce en carne propia el peligro de los agroquímicos. Un accidente de trabajo en 2008 lo marcó para siempre. “Estaba fumigado con Potosín (sulfuro de aluminio) y no tomé las precauciones que tenía que tomar. El Potosín con la cáscara de arroz es mortal”, relata. “Estuve en terapia intensiva y tuve la suerte de zafar. Desde ese momento empecé a estudiar las reacciones de los agroquímicos.” “Para secar el arroz se usa mucho paraquat. Ese químico es terrible”, apunta sobre este herbicida. De nombre comercial gramoxone, el Paraquat tiene varias consecuencias negativas para la salud. Por ejemplo, se han probado efectos neurotóxicos en embriones de ratón con efecto permanente, por la exposición a lo largo del tiempo, según la Red de Acción en Plaguicidas (Rap-Al).
Cuando comenzó a ver la escalada de casos de cáncer, Dekimpe no dudó en indagar acerca de cuánto tiene que ver con esa realidad el modelo que hoy le brinda un salario. “Si por acompañar esta causa pierdo el trabajo, buscaré otra cosa”, dice convencido de dejarle un mejor ambiente a su nieto de tres años.
En el kilómetro 210 de la ruta nacional 18 se emplaza Adecoagro, uno de los negocios del emblemático magnate húngaro George Soros. “En Marzo del 2007 se incorpora a Adecoagro la empresa Pilagá. Mediante esta compra, sumamos 94.000 hectáreas de tierra, dos molinos arroceros y la reconocida marca Molinos Ala”, cuenta la empresa en su web. La firma se vanagloria de aportar el 10 por ciento de la producción de arroz y tener una capacidad de acopio arrocero de 161.000 toneladas, entre sus distintos establecimientos. Todo el trabajo se hace “con la convicción de realizar una gestión con responsabilidad ambiental”, dice Adecoagro, mientras sus palabras se desvanecen entre la bruma de arroz molido que convierte en irrespirable ese pasaje de la ruta. Conductores suben y bajan de los camiones en medio de un manto grisáceo. Ninguno tiene máscaras ni elemento alguno que los proteja.
Fumigados desde abajo
Empieza a anochecer. Un típico sábado de pueblo. Autos, motos y bicicletas cruzan de un lado a otro. Mujeres, hombres, niñas y niños se acercan a la plaza. Una nueva marcha de Todos por Todos, vecinos que se preguntan “¿qué es lo que nos está matando?”.
En 2010, de 58 muertes, 27 fueron por cáncer (46,5 por ciento). El año siguiente fue exactamente la mitad: sobre 80 fallecidos, cuarenta tuvieron como causal esa enfermedad. En 2012, 22 muertos enfermos de cáncer de un total de 52 y en 2013 la cifra alcanzó el 32 por ciento (19 sobre 59).
Según datos de la Red de Pueblos Fumigado en zonas expuestas al uso indiscriminado de agroquímicos “más del 30 por ciento” de las muertes responden a casos de cáncer. A nivel nacional, el promedio es menor a 20 por ciento. “Hay algo actuando fuertemente en el pueblo, que son los químicos”, plantea Medardo Ávila Vázquez, representante de la red, tras visitar la zona, entrevistarse con vecinos y evaluar datos de las defunciones.
Frente a los primeros reclamos en torno este tipo de muertes, el Municipio mandó a estudiar el agua y detectó que dos tanques que abastecen la red pública se encontraban contaminados con materia fecal. A ese dato confirmado se suman otros factores ambientales de riesgo denunciados por los vecinos. “Donde está el foco del cáncer, que es el barrio Centenario, hubo un aeródromo de aviones fumigadores. El primer aviador que hubo en San Salvador me cuenta que ellos pulverizaban con gamexane, y ahí se enterraron tachos con químicos”, dice Dekimpe. Otros vecinos repiten la misma historia: los tachos enterrados y los derrames de químicos como el lindano (gamexane), prohibido en Argentina desde 1995 por su alta toxicidad. En ese lugar no sólo se montó un barrio hace dos décadas, si no que se construyó una escuela. El patio en el que juegan los niños se confunde con los restos del aeródromo. El hangar, las mangas para medir el viento, son la evidencia que perdura de ese ¿pasado? químico.
Capital de la soja
Todos por Todos se mueve por la ciudad. Roxana Vargas (39) es la mamá de Pablo (15). La vecina del barrio 40 viviendas, un desprendimiento del Centenario, perdió a su hijo hace dos meses a causa de una leucemia. “En el barrio ya han fallecido dos chicos, una señora”, enumera en voz baja. “Le pregunté al doctor si lo de Pablo era hereditario y me dijo que no. Quiero saber bien qué es lo que pasa”, suelta con la mirada ida, mientras marcha. A unos pasos está Gloria Dávila, de barrio Tres Focos, toda una vida cerca de los arrozales. Hace dos años fue rociada con agroquímicos por un avión fumigador que trabajaba en un campo de soja. “Respiré eso que tiran para matar bichos. Me descompuse, empezó a dolerme los ojos, la cabeza, comencé a salivar, y luego quedé lisiada”, recuerda de esa jornada. “Ahora me tengo que hacer una operación acá abajo”, dice señalando su garganta.
El problema en torno a las fumigaciones ya fue reconocido por el Estado local. En 2012, el Concejo Deliberante de San Salvador sancionó una ordenanza (Nº 1.090) que crea una “zona de resguardo ambiental”, que incluye a la planta urbana más un radio de quinientos metros en la que se prohíben las pulverizaciones tanto aéreas como terrestres. La normativa local llegó para cubrir el bache de una antigua legislación provincial sobre pulverizaciones, que tuvo origen en 1980, cuando el mapa agrario era otro.
El modelo rural en el país, la provincia y el municipio ha cambiado de forma notable en las últimas dos décadas. “Hay personas enfermas y todo por las fumigaciones, que empeoraron mucho con la llegada de la soja”, analiza Dávila, con la voz ya quebrada de nervios. De un tiempo a esta parte, la estrella del agro argentino también es protagonista en San Salvador. La capital arrocera tiene 67.500 hectáreas sembradas con la oleaginosa, unas seis veces lo que ocupa el cultivo que da identidad al pueblo.
A quién le importa
La caminata de Todos por Todos culmina en la Escuela Especial número 9. Más de setenta personas se reúnen dentro para plantear sus dudas, conocimientos, pareceres en torno a lo que sucede en San Salvador. La Red de Médicos de Pueblos Fumigados, que ha relevado este tipo de problemáticas en Buenos Aires, Córdoba, Santa Fe y Chaco se hace presente para el intercambio. No está el presidente Municipal Marcelo Berthet ni autoridades provinciales, que ya han sido informados sobre la situación de San Salvador. Sólo se sumó al encuentro la concejala Graciela Fernández, impulsora de la ordenanza que limita las fumigaciones.
Pasan los testimonios de personas enfermas, de hombres y mujeres preocupados por el estado de salud de sus hijos, sus vecinos, sus amigos. Andrea Kloster toma el micrófono. “Al intendente, al gobernador y a la Presidenta le importa un carajo esto si no, no estaríamos acá.” La mujer, impulsora de las marchas, los encuentros y reclamos frente a los funcionarios, aclara: “No estudié medicina, ni enfermería”. Sólo se vio alertada por ver que su gente cercana moría, “como moscas” y quiso saber de qué se trata esta realidad.
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